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Jacques Bedel: "Mi lugar de trabajo es mi cabeza"

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La obra se llama El borde de Dios, y está hecha con grandes piezas de polietileno y poliéster de color negro. Son cuatro cuadrados enormes, de dos metros por dos metros, cada uno con un cuadrado más pequeño calado en el centro, como una ventana a la nada o un teatro de marionetas que nunca salen a escena. La potencia visual del conjunto es tan contundente como el efecto enigmático y la oscuridad que parece tragarse los significados.

Jacques Bedel (Buenos Aires, 1947) dice que creyó en Dios durante 50 años, hasta que una suerte de contra epifanía lo dejó en estado de ateísmo. Ese crack en su sistema de creencias no alcanzó sin embargo para barrer su interés por la religión y lo divino, ideas que han estado cruzando su obra durante décadas.

En “Rapsodias”,  la muestra que el reconocido arquitecto y artista argentino presenta en el Museo Caraffa, se confirma esa veta, la de interpelar o rozar la idea de Dios, y también su predilección por una imagen y una escala que se miden con temáticas que son, por definición, enormes. Lo que no se puede abarcar. El infinito. El Mal. La naturaleza que deleita y abruma.

Es asombroso el modo en que logra un efecto como de gran pintura clásica con materiales en algún sentido poco nobles, comunes o cotidianos. Láminas de plástico, PVC. Bedel logra capturar la mirada y sacudirla, provocando emociones y especulaciones que anidan en lo sublime, un concepto estético y filosófico que desde hace siglos busca interpretar el sentimiento de amenaza y admiración que el ánimo humano experimenta frente a lo grandioso. Eso que en virtud de su tamaño o su fuerza nos excede, nos hipnotiza y nos hace tomar conciencia de una pequeñez inapelable.   

La experiencia es, al mismo tiempo, corporal y mental frente a obras como Rapsodia del Mar Negro o Rapsodia del cielo 1. En otro segmento de la muestra (enormes paneles con imágenes logradas mediante la impresión digital) la experiencia se vuelve oceánica, procurando una vivencia inmersiva que tiene al mar y al cielo como motivos y a la luz y sus vibraciones como vehículos.

Grandes ideas

–En tu trabajo hay un énfasis muy fuerte en las ideas previas. ¿Siempre, en tu caso, es una idea lo que dispara la obra?

–La idea es lo único que justifica la obra de arte. El artista de este siglo lo único que hace es generar un ordenamiento de ideas que están en todos lados. Me da la impresión de que cuando las ideas son cómplices del espectador, tienen la misma frecuencia, ahí es donde el espectador queda electrocutado, enganchado con la obra y puede además generar sus propias ideas. Me gusta pensar que el artista hoy es un generador de planteos filosóficos o estéticos. Y lo que hace es, simplemente, hacer ver las cosas desde otro punto de vista.

–¿Te sucede que el material con el que traducís o hacés hablar a las ideas modifica lo que habías pensado, y te encontrás, digamos, con algo desconocido, algo que no habías visto previamente?

–Sucede pocas veces, porque cuando se me ocurre una idea (o la vengo arrastrando, porque muchas veces utilizo ideas que tengo archivadas y se me ocurre representarla con un material y 15 años después con otro), en general, el material que utilizo ya está ajustado. A esta altura, después de 50 años de hacer arte, los materiales no me engañan.

–Alguien señaló con razón que tus obras “sorprenden y emocionan, pero también revelan el soporte plástico utilizado”, como si se rompiera la cuarta pared y se revelara en parte cómo está hecha la ilusión. ¿Eso es algo buscado, trabajar en ese doble filo?

–Por supuesto que es buscado. Soy un tipo bastante retorcido. Me gusta agarrar una idea, triturarla, adaptarla al material, darle la sensación y demesura, una hibris plástica. Y cuanto más absurdo o inesperado es el material, más satisfacción me da, no tanto dominarlo pero sí usarlo y poder adaptarlo.

–Se suele vincular tu obra a cierto espíritu romántico. ¿Te reconocés en esa caracterización?

–En la caracterización de romántico me reconozco y no me reconozco. En realidad me reconozco con cualquier cosa, lo único que me importa es que exista el reconocimiento. Puede ser una caracterización romántica, ácida o desgraciada, no importa. Lo único que importa (y esto sirve como rango de megalomanía de cualquier artista del planeta) es ser reconocido, es decir, que tu obra trascienda y llegue aunque sea a una sola persona. No creo en los artistas humildes, en absoluto. Lo único que mueve al artista a hacer lo que hace todos los días de su vida, por más inútil que sea, es su ego. Y su (llamémoslo) romanticismo. Su ideal de hacer algo inútil, algo que está ahí, y que de repente a alguien le permite pensar algo.

–También se suele hacer referencia a lo sublime en textos sobre tu trabajo. ¿Es un concepto que forma parte de tus expectativas o tus intuiciones cuando encarás una obra? ¿Tenés experiencias de ese tenor con el arte o con la naturaleza, que dejan al espíritu en un estado como de pasmo?

–Sí, efectivamente. Vuelvo a responder en un modo, si se quiere, soberbio. Mi absoluta intención es dejar al espíritu en un estado como de pasmo. Es lo que justamente cumple con la expectativa que uno pone al realizar una obra. Inclusive en relación a uno mismo, uno busca que la obra deje al propio espíritu en una especie de estado sublime o de excitación intelectual.

–¿Cómo es tu ámbito de trabajo? ¿Se parece más a un laboratorio donde se hacen experimentos, o a un atelier donde se crean imágenes?

–Mi ámbito de trabajo es de caos organizado. Acabo de vender mi casa y estoy comprando otra precisamente porque mi ámbito de trabajo ya es insostenible por la cantidad de cachivaches que hay. Yo hace 40 años que tengo la pico de loro en un lugar determinado y está ahí. Y me vuelvo loco si esa pico de loro está en otro lado, por supuesto. Puedo entrar a oscuras al taller y manotear la pinza porque sé que está en ese lugar. Eso puede dar una idea de lo maníaco que soy. Ahora bien, mi lugar de trabajo, por otro lado, es exclusivamente mi cabeza. El atelier mío es casi una instancia de segundo orden. Trabajo en un lugar, me arrastro por el piso, cambio las cosas de lugar, las cuelgo. Y además, como trabajo con muchos materiales distintos, muchas técnicas y formatos, nunca puedo organizar un campo de batalla. Yo soy una especie de marciano que un día hago una cosa y después otra cosa totalmente distinta.

La belleza del fin

–En los últimos años se habla con frecuencia (quizás es una moda teórica) del fin de la belleza. De un arte que no se rige por ese concepto, que incluso lo combate. ¿Te interpela ese debate? ¿Es la belleza una preocupación vinculada a tu obra? 

–Así como Umberto Eco dijo que los libros nunca van a desaparecer, la belleza tampoco va a morir. Lo que pasa es que cambian los parámetros de belleza. Hay gente a la que algunas cosas les parecen bellas, cosas que se hicieron en el Renacimiento y a mí me parecen mamarrachos sublimes. Los que cacarean sobre el fin de la belleza, el fin del arte, de la pintura, son unos pobres tipos que no saben qué decir. En realidad, la belleza es un concepto absolutamente personal y tan personal es que no puede morir nunca. Porque en la medida en que una sola persona piense la belleza, la belleza sigue viva. A mí, por ejemplo, la represa de Asuán me parece extraordinariamente bella. Por el simple hecho de lo que significa, lo que es ese aparato que salió de la mente de un grupo de ingenieros. La explosión de una bomba de hidrógeno es la cosa más extraordinaria que ha inventado el ser humano, y me parece de una belleza infinita. Ahora bien, si se mueren unas cuantas tortugas o desparece la isla donde se hizo detonar la bomba, eso es otro problema, es otra escala. Es otra historia. Pero que la bomba explotando es increíblemente bella no cabe duda. Para mí. Hay gente que se pone a llorar. Y eso es lo extraordinario de la belleza, es inmortal.   

–Eso recuerda la frase del músico Karlheins Stockhausen, quien describió (aunque su frase fue cortada y sacada de contexto) que el derribo de las Torres Gemelas había sido la obra de arte más grandiosa de la historia…

–Lo que pasa es que ahí están involucrados tres mil pobres tipos que perdieron la vida. Si las torres hubieran estado vacías, y si el piloto se hubiera hecho bolsa con el avión vacío, indudablemente hubiera sido la mejor obra de arte de todos los tiempos hasta ahora. Es como hacer un agujero en el Pacífico. Desde un punto de vista primario, si hay víctimas, la cosa cambia totalmente. Pero como situación, un descalabro de esa categoría me parece extraordinario.

–¿Qué significa la religión en tu vida y cómo ingresa en tu labor artística? ¿Es un fenómeno que observás, algo que te genera curiosidad como expresión humana? ¿Te vinculás con las  creencias religiosas como “ideas”?

–Bueno, eso es un temita. Siempre he estado dando vueltas con la idea de la divinidad y Dios. Es más, durante 50 años fui creyente. Creí en el armado de esta idea de Dios que tenemos los seres humanos. Pero hace ya un tiempo que tuve una especie de contra epifanía y me volví ateo. Desgraciadamente, es un problema más, porque los que creen tienen preguntas y situaciones que van al cajón comodín de la fe y de la religión y chau, se solucionó el tema. De todas maneras, me parece que el solo hecho de generar una idea de Dios o de una divinidad es fascinante como producto de la mente humana. Es un producto primario. Lo que uno conoce, o no entiende o no sabe, se lo atribuye a Dios. Depende Dios, viene de Dios, castigo de Dios. Digamos que a esta altura de la civilización tenemos que empezar a pensar de otra manera. A mí me gustaría conjeturar una imagen de Dios, si pudiera armarla, que sea más acorde con las dudas que tengo. De todas maneras, cuando uno ve las obras mías, hay un porcentaje muy alto que está relacionado con Dios. Pero en realidad yo llamo Dios a una cosa que no es Dios. Es un tema para hablar durante muchísimo tiempo. Diría que sigo en la búsqueda. No niego a Dios, pero tampoco lo acepto.

–Cualquiera que más o menos siga tu carrera y tus declaraciones podría deducir fácilmente que en materia política sos pesimista o por lo menos escéptico. ¿La dimensión política, desde tu perspectiva, ingresa de algún modo en tu obra?

–Sí, la dimensión política entra en mi obra por la razón de que uno vive inmerso en la política, es la atmósfera. Uno es consecuencia de la política. Para mí los políticos son unos canallas, unos mentirosos seriales, vengan de la derecha más recalcitrante o desde la izquierda más obscena. No creo que haya ningún personaje político que me convenza, a pesar de que ha habido extraordinarios políticos. Pero casi que su dimensión de extraordinario pasa por el éxito de su gestión. Y lo que pasa es que el éxito para uno significa la derrota para otro. Básicamente, los políticos, y sobre todo los que nos rodean, no me convencen. Los tenemos que sufrir. No hay una cultura política, de pensamiento, para que los ciudadanos generen algo. Esto es como un partido de fútbol, tratar de destruir al adversario. Tipos como Gandhi, o Mandela, o Luther King, sí son políticos, si se los califica así, son magníficos. Pero digamos que todos los demás, no. 

–Hace poco dijiste que "actualmente cualquiera tiene patente de artista". ¿Creés que eso es un fenómeno de los últimos tiempos, parte de ese “todo vale” que se atribuye al arte contemporáneo o a algunos segmentos del arte contemporáneo?

–Eso es lo que creen, que todo vale, pero no es así. De hecho, entrás a un museo o visitás una bienal, y pasás salas, salas y salas y ves que no hay absolutamente nada que te conmueva. Y de repente en otra sala sí, ves algo, el ojo te dice que fue tocada tu antena receptora. Ahí hay una obra. De doscientas, una. O quizás yo soy muy exigente. El todo vale es la catástrofe internacional del arte. Pero eso se debe a que el concepto báscio del arte cambió. Hasta el siglo 19 o un poquito antes, el arte estaba basado en la habilidad manual del artista. Ahora no, ahora está basado en la habilidad mental. Y el que es hábil manualmente pasa a la categoría de artesano, sin menospreciar a los artesanos. Lo que hace la mayoría de los artesanos yo soy incapaz de hacerlo. Pero justamente, en el Renacimiento, un tipo que sabía pintar el retrato de Inocencio… Recrear la realidad lo más fielmente posible calificaba al artista. Y el que se salía un poco de la norma, como el Rosso Fiorentino, que le pintaba la piel a Cristo de un color medio verde, era considerado un freak. Ahora cualquier idea que haga algún despelote se le atribuye calidad artística. Quizás haya ahí alguna calidad propagandística, o representativa de una situación inmediata,pero no profunda. Me parece que eso cubre todos los segmentos del arte contemporáneo. Yo creo que es algo que se va a ir acomodando. Los artistas que hacen cualquier pavada no sobreviven. Hay algunos que sobreviven porque hay un circuito que se maneja con otros parámetros (los inversores, los que apuestan a uno aunque sea un papanata). El arte, igual, no va a morir nunca. Y los parámetros seguirán variando. Nadie puede predecir cómo estará el mundo y qué habrá producido la especie de acá a 100 años. Esa expectativa a mí me parece fascinante.

En el Museo Caraffa. La muestra “Rapsodias”, de Jacques Bedel, se puede visitar en el Museo Emilio Caraffa  (Poeta Lugones 411) hasta el 30 de septiembre. De martes a domingos y feriados de 10 a 20.
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Jacques Bedel: "Mi lugar de trabajo es mi cabeza"
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Jacques Bedel exhibe su muestra "Rapsodias" en el Museo Caraffa.
Jacques Bedel (autorretrato).
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El reconocido artista argentino Jacques Bedel presenta en el Museo Caraffa su muestra “Rapsodias”, un conjunto de obras de gran formato que interpelan ideas como la Dios, lo inabarcable, el infinito.

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Tuesday, 11 September, 2018 - 11:15
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