En la imponente “Cúpula” del barrio Villa Belgrano, las tallas reciben luz cenital. Toda la casa que Mario Rosso dejó al partir, el 12 de enero pasado, el vasto jardín y las galerías son los escenarios de su arte. El maestro cumpliría 91 años este miércoles.
Mario Carlos Rosso nació en General Cabrera (provincia de Córdoba) el 23 de abril de 1923. Estudió escultura en Buenos Aires y en Córdoba. Egresó de la Escuela de Artes de la Universidad Nacional. Realizó numerosas obras en el país y el extranjero, entre las que se destacan: Urna funeraria de Doménico Zipolli (Prato, Italia); Cristo Rey (Río Cuarto); los frisos de la Iglesia de Arroyito; el Cristo de la Iglesia León XIII (chapa batida, hierro); la Plaza Monumento al General Manuel Belgrano (bronce y mármol) y el monumento al Labrador (General Cabrera).
Recibió el premio Worms en el Salón Nacional de Santa Fe en 1956, y el Segundo Premio Adquisición Bienal IKA (1968). Por más de 30 años fue profesor de Escultura en la Escuela Figueroa Alcorta, tarea que continuó en su taller privado.
Testimonios
“El cabezón Rosso me abrió las puertas de su saber, además de su corazón”, recuerda Luis Bernardi. Cuenta que lo invitó a vivir en su taller y que fue su guía “en una exploración fantástica por la materia”. Bernardi: “A las 5 de la tarde arrancaba su F100 y se iba a dar clases a la Figueroa; lo veo comiendo rabanitos con aceite de oliva antes de cenar”. Y del tono íntimo vuelve a la memoria del artista: “Fue uno de los tipos que me ayudó a no perderle rastro a la obra. Qué más decir del viejo Rosso. Un maestro”.
Hugo Bastos compone su postal sobre “el Gringo” como un “trabajador incansable, un ejemplo y otro hermoso personaje para extrañar. Mas allá de unas pequeñas terracotas que me cambió por algún grabado (un toro y una cabeza de Cristo) que no tienen precio, ya que de mi casa no salen, guardo de Mario un hermoso recuerdo, el de aquel tipo que no tenía vergüenza de usar el guardapolvo de trabajo; al contrario, salíamos de la escuela y él no se lo sacaba, como tampoco se le borraba la sincera sonrisa que no me puedo sacar de la cabeza”.
Juan Carlos Antuña conoció a Mario Rosso en el taller libre de escultura de la Escuela Figueroa Alcorta: “Le comenté mi interés por aprender a tallar la piedra e inmediatamente me invitó a su taller. Desinteresadamente me enseño a preparar y a templar las herramientas para trabajar, además de las técnicas y procedimientos de devaste, talla, pulido”. Cuando ganó el concurso del monumento a Belgrano, Antuña participó como ayudante: “Realizó los bajorrelieves en piedra y el caballo en yeso directo”. Afirma Antuña que, indudablemente, la “templanza y disciplina” del hombre que de niño hizo tareas de campo, influyeron en su trabajo de escultor.
“‘El Gringo’ supo moverse cómodamente entre la fuerza potente del toro que avanza y empuja, y la fluidez y delicadeza femenina que se desarrolla sensualmente en el espacio”, afirma Antuña.
Ricardo Zemborain señala la nobleza del maestro, “quien compartió la intimidad de la creación con total generosidad”, y su “conexión cósmica y lumínica necesaria para dibujar en perspectiva y conquistar los claroscuros del relieve, o de construir sus propios cinceles a la espera de sus maternidades”. Zemborain lo retrata a través de aquellas maternidades: “En su interior aún vibran las caricias al esculpir tremendos bloques de mármol o granito que devuelven el latido de vida ante la asistencia del artista obstetra; sus manos pulsan danzas elogiando a la mujer y ella, con total entrega, seduce con sonido resonante su naturaleza”.
El artista cordobés, fallecido en enero, cumpliría 91 años este miércoles. Cuatro colegas lo recuerdan a través de testimonios que revelan su generosidad y el valor de su obra.