Pedradas, martillazos, patadas, ataques con fuego, cuchillazos, insultos y hasta besos apasionados componen un catálogo potencialmente infinito de acciones destinadas a dañar obras de arte, representaciones y símbolos.
Si se repasa la historia, podría pensarse que la humanidad ha puesto el mismo esfuerzo en crear imágenes que en imaginar formas de destruirlas.
La “iconoclasia”, como se denomina al furor destructivo que tiene por objetivo acabar con símbolos sagrados, aunque el concepto se puede extender a la acción de atacar y destrozar imágenes en general, es una pasión de multitudes y también una práctica ejercida de manera individual.
En 2013, las crónicas periodísticas despertaron a los cordobeses con la noticia de que había sido decapitada la estatua que rinde homenaje a Ana Frank, la autora del famoso Diario y posiblemente el emblema más conocido del Holocausto judío, realizada por el escultor Carlos Belveder y emplazada en las inmediaciones de la plaza España de la capital provincial.
Aquella acción vandálica tiene un poder de shock que se reactivó hace unos días.
El episodio, que con los años fue adquiriendo ribetes grotescos, con restauraciones fallidas que alimentaron una trama de chistes y chismes, volvió a escena de manera brutal: el pasado lunes, el portero de un edificio encontró la supuesta cabeza original de la escultura en un contenedor de basura.
Sobre el hecho vandálico de 2013 y sobre el reciente hallazgo no hay más que especulaciones. ¿La sustracción de la cabeza, hace 8 años, podría considerarse un pronunciamiento antisemita? ¿Algún trasnochado tuvo ahora la idea siniestra de tirar una cabeza de mujer a la basura cuando todavía se estaba dispersando la marcha del 8M?
Es evidente que el odio resulta un poderoso motor de la violencia ejercida en contra de monumentos y obras de arte ubicadas en el espacio público. Pero tampoco se puede descartar que las acciones destructivas provengan de un afán de daño ciego, ejecutado por diversión, una especie de vandalismo sin meta y sin mensaje.
En Córdoba también se rompe
En 2014, La Voz realizó un relevamiento que ponía al día el panorama de deterioro, abandono y ataques en la capital de la provincia. El arco de agresiones iba desde los grafitis y stencils con consignas de tono político, homofóbicas, religiosas y deportivas hasta roturas de diversa gravedad y piezas faltantes.
La extensa lista de desastres incluía, entre otros, el monumento ecuestre de José María Paz en el Parque Autóctono, el monumento a Manuel de Falla en el Parque Sarmiento, el busto del maestro del humor Alberto Cognigni, la Fuente del perdón y los Anillos del Bicentenario, ubicados a metros de la plazoleta Ana Frank donde la estatua perdió la cabeza.
Imágenes provocadoras
Se suele explicar la agresión a partir de una “provocación” que anidaría en las propias obras, en lo que allí está representado y en el mundo de significados que se expresan.
Lo cierto es que la variedad de casos es inconmensurable, y que es difícil encontrar un solo patrón.
Las “víctimas” pueden ser una caricatura de Mahoma que se juzga sacrílega. La imagen de un líder político caído en desgracia o en pleno ascenso. Un desnudo o una bandera que irrita los gustos sexuales de los que prefieran otra cosa. Las estatuas de Cristóbal Colón derribadas en manifestaciones. Un puñado de figuras de santería metidas dentro de una licuadora o asadas a la plancha, como las que hacía el artista argentino León Ferrari y que fueron arrasadas por fanáticos religiosos en diciembre de 2004.
El 10 de marzo de 1914, Mary Raleigh Richardson se hizo famosa con el apodo de “la navajera”. Se sirvió de un cuchillo de cocina para destripar con siete puñaladas la tela en la que estaba pintada la Venus del espejo, una de las obras maestras de Velázquez.
¿Cuál era el objetivo del atentado, uno de los más famosos de la historia del arte? Mary Richardson era una sufragista inglesa (luchaba por el acceso al voto de las mujeres) que buscaba visibilizar su causa.
Otros episodios esconden sus motivos. El estadounidense Barnett Newman pintó en la década de 1960 una serie de cuadros con colores primarios, a los que es difícil atribuirles contenidos o mensajes de cualquier tipo que pudieran provocar un ataque. Lo que se diría arte abstracto en estado puro.
El conjunto se denominada “Quién le teme al rojo, al amarillo y al azul”. Aunque parezca mentira, la pregunta del título obtuvo una respuesta el 13 de abril de 1982, cuando Josef Nikolaus Kleer, un alemán de 29 años, estudiante de veterinaria, ingresó a la Nationalgalerie de Berlín, tomó una barra que se utilizaba para impedir que los visitantes se aproximen a la obra y golpeó una de las telas de la serie. Después le metió puñetazo, la pateó y la escupió.
Cuatro años más tarde, el holandés Gerard Jan van Bladeren se la agarró a cuchillada limpia contra “Quién le teme al rojo, al amarillo y al azul III”, una joya del Museo Stedelijk de Ámsterdam.
Una multa y 100 horas de trabajo social fue la pena que recibió en 2007 Rindy Sam, una mujer de 30 años que le metió un visible beso al tríptico Fedro, de Cy Twombly, un panel blanco que, explicó la autora del pasional atentado, la había conmocionado hasta el grado de no poder impedir el impulso de arrojarse sobre la tela. La mancha de rouge le valió un proceso por vandalismo y perjurio moral.
¿Animismo contemporáneo?
Es frecuente atribuir los actos de vandalismo a personas perturbadas o aquejadas de algún desorden psíquico. En la mayoría de los casos, se habla de los agresores como insanos, locos aquejados de algún trastorno, o bien simples bárbaros, inadaptados o imprudentes.
Muchos estudios actuales sobre iconoclasia están modificando esas explicaciones simplistas, mediante las cuales se identifica a los sospechosos de siempre, y buscan establecer teorías que describan con más precisión qué tipo de poder ejercen las imágenes. Por qué las amamos y conservamos, por qué las odiamos y las mutilamos.
En libros como El poder de las imágenes o Iconoclasia. Historia y psicología de la violencia contra las imágenes, David Freedberg viene trabajando en la tarea titánica de establecer una historia de la destrucción de obras de arte en diversas épocas y en definir el tipo de vínculo que los seres humanos tenemos con esas “entidades”. Por qué se ejerce violencia (o se experimentan pasiones de fuerza semejante al amor o la atracción sexual) sobre entes materiales, representaciones, cosas.
Una respuesta, perturbadora desde todo punto de vista, es que tanto la adoración como la destrucción podrían ser dos caras de la misma moneda. Como si la idolatría fuera la reacción natural a las imágenes que nos conmueven. Proyectamos sentimientos, les otorgamos poderes.
La antropología, las neurociencias y la historia del arte vienen articulando miradas que atienden a las tramas culturales y a las situaciones políticas y sociales que pueden ser el caldo de cultivo de las acciones destructivas. Aunque lo que se interroga con más fuerza es lo que podría ser un fondo oscuro de la humanidad: el deseo de que una imagen sufra un castigo como si se tratara de un ser viviente.
Cuando se narró el ataque de “Mary la navajera” contra la Venus de Velázquez, los diarios de la época se referían a la “víctima” como si fuera una mujer de carne y hueso, y las heridas salvajes producidas en una tela pintada fueron consideradas “un asesinato por la espalda”.
El historiador del arte y teórico de los estudios visuales W. J. Mitchell, en su libro ¿Qué quieren las imágenes?, señala que nuestra forma común y corriente de hablar y de actuar delata algo, más allá de lo que pensemos conscientemente. Aunque sepamos que una estatua no tiene vida, que se trata de un pedazo de mármol o de una madera tallada, nos comportamos “como si” esas piezas inertes tuvieran vida, deseos, e incluso como si pudieran hacernos algo.
Las comillas deberían servir para señalar que esta forma de experimentar el encuentro con las imágenes y las acciones que pueden derivarse de esa experiencia (protegerlas, cuidarlas o dañarlas) se parecen mucho a formas antiguas de animismo. Sin embargo, la creencia de que las cosas están animadas por alguna energía o espíritu no puede atribuirse a la supervivencia de un fondo supersticioso o a un estado primitivo ya superado. Se trataría, por el contrario, de algo constitutivo en el vínculo de los seres humanos con el insondable mundo de las imágenes.
Para poner un ejemplo: alguien podría agarrar a martillazos la estatua de Ana Frank sintiendo que es como golpear a Ana Frank. No hace falta estar loco. Así se comportan el vándalo, el que se derrite de amor por una pintura, el que se persigna frente al Cristo o el niño que duerme abrazado a un muñeco. Actuamos como si algo de lo representado estuviera vivo en la representación.
Cuando se asiste a escenas de vandalización, en vivo y en directo o por pantallas, pasa algo en el cuerpo.
“A medida que las esculturas caen destrozadas al suelo, quebrándose, con sus ojos perforados, no es difícil experimentar una sensación de conmoción física y de repulsión –señala David Freedberg–; se nos estremece el cuerpo cada vez que un trozo de piedra es derribado y se rompe, o se perfora la carne de la estatua. A pesar de tener la certeza de que son piezas de piedra muerta reaccionamos como si, de algún modo, fuesen reales. Pero ésta no es sólo una impresión de nuestra respuesta. Sabemos ahora que existe un sustrato neuronal en este tipo de reacciones físicas ante los ataques a las imágenes”.
Un ejercicio pedagógico que Mitchell suele realizar con sus alumnos, sobre todo con esos incrédulos que le responden que una imagen es una mera imagen, es pedirles que lleven a clase una foto de la madre y que le arranquen los ojos. Casi nadie es capaz de hacerlo.
Sin embargo, algunos pueden. Podrían incluso arrancarle la cabeza.