Por cuestiones relacionadas a su anonimato y a la circulación arbitraria de su obra, el británico Banksy, estrella global del street art, se ha convertido en el nombre propio más referenciado en el show bizz de los últimos tiempos.
En rigor, Banksy es el seudónimo de un/a artista nacido/a en Bristol en 1975, que ha decidido mantener en secreto su identidad, quizás, para exaltar la potencia visual de sus creaciones, que se nutre de sátira política, crítica consumista y el cultivo de una pacificación interracial.
Interviniendo muros de diferentes escalas y ciudades, este creador/a ha tensado los límites entre tolerancia institucional al grafiti y la posibilidad de embellecer la atmósfera urbana con imágenes crudas o tiernas, aunque siempre tendientes tanto a la denuncia como a la toma de consciencia. Pero por sobre todo, lo que ha logrado Banksy es un alto grado de popularidad que, desde hace un tiempo y contra su voluntad, he empezado a tutearse con una noción de mercado. Y esto sucede aun cuando el arte del grafiti puede resultar efímero, ya sea porque alguien lo interviene porque sí (nada impide que una ocupación arbitraria del espacio sea opacada por otra) o porque el propietario de la pared o fachada afectada tapa la obra para evitar una multa.
Eso es lo que plantea, precisamente, el documental Saving Banksy, dirigido por Colin M. Day y disponible en Netflix desde hace unos días. Por sobre todas las cosas, la película expone la tensión entre Brian Greif y Stephan Keszler. El primero es un artista que rescata una rata revolucionaria pintada por Banksy en un edificio victoriano de San Francisco, cuya dueña está condicionada por la alcaldía para que la tape. El único propósito de Greif: que la operación rescate garantice su perdurabilidad y la posibilidad de que un museo la muestre a perpetuidad.
El segundo es el dueño de una galería en Southampton, Nueva York, que escava las obras de Banksy de sitios públicos y las vende para su propio beneficio.
Keszler primero le ofrece a Greif el muestreo supuestamente desinteresado de la rata en la feria Art Miami de 2012. Pero luego de exhibirla en una zona cercana al área VIP, luego de disociarla por completo de su acto creador, el gesto inocente de Keszler muta en una voracidad comercial que lo lleva a ofrecerle al rescatista Grief una suma cercana a los 700 mil dólares.
Banksy condena el comportamiento de Keszler, por cierto. Y su voz está respaldada por varios colegas, entre los que se destaca Ben Eine, quien colaboró con el enigmático/a grafitero/a en la monumental obra El cacheo, pintada en el muro que separa Israel de Palestina y que invierte una relación de fuerzas en esa convulsa zona del globo: es una niña palestina revisa, cachea, a un soldado de la fuerza de ocupación israelí. “El cacheo terminó en Miami”, se resigna Eine ante la cámara de Day, e inmediatamente activa la indignación de cómo puede ser que las obras de Banksy se vendan en cifras millonarias y él/ella no reciba un peso.
Mirada desde Córdoba
“A esto hay que analizarlo como un todo”, sugiere Nico Contreras, director de la galería Kosovo que tiene roce permanente con grafiteros de nuestro medio.
“Yo no me animo a definir el arte, pero las partes en pugna de este documental pueden explicarlo. Quiero decir, del mismo modo que un artista no le pide permiso al dueño de una pared para dejar un mensaje, el art dealer tampoco le pide permiso a él para extraerla y comercializarla. Cambian los roles, pero es parte del mismo juego”, añade Contreras, para quien “no está bien ni está mal” sacar de contexto una obra pensada en primer término para ser asimilada por los transeúntes. “Todo lo que sucede es parte de la naturaleza misma de la creación. Si bien Banksy quiso afectar el paisaje urbano de una determinada ciudad y dejar un mensaje a su sociedad, otra persona interpretó lo que quiso y vio una oportunidad”, concluye Contreras al tiempo que sugiere ver How to sell a Banksy, otro documental relacionado al mito de Bristol.
En esa realización, apunta Contreras, una persona rescata un papel pegado por Banksy y luego lo lleva a restaurar, con tanta mala suerte que el restaurador, en su afán de mejorar supuestos estándares, reinterpreta la pintada original. “Así cambió todo el sentido la obra, por lo que cuando el rescatista quiere vender le dicen ‘puede ser que lo vendas por un montón de plata o que no valga nada’. Todo ese movimiento es fascinante”, cierra Contreras.
En Saving Banksy también se cuenta cómo Brian Greif busca infructuosamente un museo que legitime la rata que él ha cuidado con tanto empeño. No le resulta fácil la tarea, ya que es imposible conseguir contención legal y simbólica cuando la noción de derecho de autor es nula. Porque se sabe que es un Banksy original, pero nadie sabe quién es Banksy.
No obstante este diagnóstico, el artista cordobés Hora French, otro cultor del stencil, sí vivió la situación de ver las obras de Banksy contenidas en un espacio de arte convencional y oficial. “Recuerdo haber viajado a Bristol cuando me enteré de la muestra Bristol Museum vs Banksy. Una cola de cuatro horas con un sol de verano y en pleno agosto de 2009. Yo dibujaba la fachada mientras esperaba con dos amigos para entrar. Estaba fascinado con la arquitectura en Barcelona y cuando vi la fachada del Museo de Bristol, quedé sorprendido por una cosa. Dibujé el pórtico y encima de él, lo que vi fue al muñeco de Ronald MacDonald, sentado con un gesto siniestro y ensangrentado, mirándonos pasar al interior”, rememora.
Y sigue: “Yo hacía un tiempo que venía incursionando con el stencil, la misma técnica que usa Bansky para pintar en la vía pública. Sin embargo esta muestra tenía muy poco que ver con la pintura, porque eso estaba en la calle. Sentí más bien entrar a un parque de diversiones, lleno de personajes y escenarios, todas situaciones ridículas y con una fuerte crítica al consumismo de hoy. Sentí inmediatamente que a eso que le decíamos street art no sólo había conquistado las calles, sino también el circuito del Arte Contemporáneo en museos y en el mercado”.
French se quedó unas semanas más en la ciudad de Banksy. “Llegué a ver sus stencils en la vía pública varias veces –precisa–. No había muchos sino que volvía a ver los mismos; claramente, estaban pintados en lugares muy bien elegidos... Antes se enteraban de las noticias de los políticos y las guerras por medio de folletines y manifiestos, repartidos a gritos entre la multitud; bueno ahora estaba esto, ahí en una pared cualquiera, con un humor irónico, gracioso, atrevido y militante”.
Elián Chali, dueño de una reconocida obra más cercana al urbanismo y a la arquitectura que al muralismo y al grafiti, toma distancia de lo expresado hasta aquí y dice: “Banksy está en la esfera del chimento, en la del arte contemporáneo mediático, en el anzuelo que nos tiene domesticados para no prestarle atención a los asuntos del hueso. ¿O acaso las discusiones que propone en su trabajo sobreviven en los medios más que sus grandes hazañas de poder?”
¿Importa quién es?
El estreno de Saving Banksy se produjo casi en simultáneo a la filtración del músico Goldie. ¿Filtración? Sí, tal cual. En una entrevista reciente, el músico británico dio otra pista sobre la identidad del enigmático artista. En rigor, el histórico baluarte del jungle ha reforzado la teoría de que Robert del Naja, líder de la banda Massive Attack, es quien está detrás de este seudónimo tan influyente. “Denme una tipografía, una remera, escribamos Banksy sobre ella y problema resuelto, ya la podemos vender. Digo esto sin faltar al respeto a Robert, que es un artista increíble y ha conseguido darle la vuelta al mundo del arte”, expresó Goldie en el podcast de Distraction Pieces, al ser entrevistado por la edición de The Journey Man, su nuevo disco.
Lo de Goldie fue acto fallido que reforzó una hipótesis que viene desde hace años, cuyo sustento la ofreció Craig Williams, un periodista que apuntó que una secuencia creativa de Banksy coincidió con las fechas de una gira de Massive Attack. “¿Qué es lo que se oculta detrás de la obsesión de desenmascarar al ‘heroe’?”, se pregunta y nos pregunta Elián Chali. “No sólo pienso que es propio del escepticismo de los tiempos que corren, sino que también es una deuda moral que el revolucionario pop tiene con la sociedad. Como si ponerle las huellas digitales al piedrazo contra el sistema fuera obligación para validar la causa. También es un modo de lapidación para humanizar un personaje que hace lo que todos deseamos: escupirle a los problemas del mundo”, redondea.
“Todo esto es absolutamente coherente con la actualidad –se explaya–. Y recae en un problema generacional relacionado a los nuevos procesos identitarios como la sexualidad y género, identidad digital, identidad territorial, etcétera. Hay un sector (siempre hablando dentro de la clase media/alta que interpreta e interpela al sistema arte) que exige parámetros básicos de la autoría; es como una forma de reafirmar la firma, delimitar sus facciones, confirmar que hay una persona atrás de la ‘masterpiece’”.
Para Chali, la identidad es cualquier otra cosa más allá del número de DNI, tu nombre/apellido o dónde naciste, ya que existe, por ejemplo, la posibilidad de constituir múltiples avatares que operen desde un mismo cuerpo a través de internet, travestirse es un modo cómodo y rápido para eliminar las líneas estéticas de género, entre muchas otras formas de engañar esa cosa genética purista de la identidad. “Es propio del voyeurismo que nos corroe en tiempos de redes sociales saber todo de la intimidad de una persona/personaje, como si fuera un deber público. La identidad de Banksy es la que es. No me importa quién está detrás de todo esto. Si es un colectivo, si es Robert del Naja o si es Charles Saatchi, da igual. Lo interesante es lo que ha construido, ese avatar que lo representa. Pero la vez, entró en una terrible contradicción, porque la obra que muestra me parece una cagada demagoga, falsa y sensacionalista. Es que la militancia y el arte no son mundos que convivan tan fácilmente”, cierra Chali.
Bicicleta y ausencia
El artista rosarino Fernando Traverso ha intervenido su ciudad con stencils de bicicletas, en homenaje a un compañero suyo (militante social como él y que usaba ese medio de transporte) que desapareció una mañana de 1970 luego de negarle el saludo. Traverso respaldó su obra urbana con un poema que empieza “me cuidaste y seguiste de largo”.
“En ese poema hablo de un amigo mío que dejó su bicicleta atada en un árbol y luego desapareció. Eso de ‘me cuidaste y seguiste de largo’ es porque pienso que él me estaba cuidando: si me saludaba, nos llevaban a los dos... En esa época éramos todos vulnerables. Entonces siguió de largo, como si no me hubiera visto. Yo caminé dos cuadras más y cuando me di vuelta la bicicleta estaba atada ahí, pero a él nunca más volví a verlo. Ese recuerdo fue lo que disparó la obra”, fundamentó el creador, que luego instituyó que “una bicicleta vacía refleja la imagen de un cuerpo ausente”.
Hay un vínculo de Traverso con Córdoba, ya que una de esas bicis está exhibida en el museo Emilio Caraffa. Y hay un vínculo entre ese stencil y la suerte que corren las obras de Banksy: la bicicleta de Traverso fue retirada de la fachada de una casa cordobesa que estaba a punto de demolerse.
Por estos días, el grafitero británico Banksy ha generado debates en varios frentes. Mientras continúan las especulaciones sobre su identidad, un documental muestra cómo sus obras “disconformes” son asimiladas por el mercado formal del arte.