Desconcertante intimidad
Por Gerardo Repetto
La primera vez que vi una obra de Liliana Porter “en vivo” fue en una galería de arte en Houston. No estaba expuesta. Yo tenía una entrevista con la galerista y pedí pasar al baño. Era un baño pequeño, lleno de obras. Por encima del inodoro, en la pared, colgaba una foto de Porter. De haber sido yo mujer le habría tenido que dar la espalda. Quedamos frente a frente. Se trataba de una foto, pero todo la predisponía para mí como espejo. Era un plano de color intenso e inmenso para un personaje solo y diminuto situado en la parte inferior de la imagen. Desde ese momento tengo una fuerte sensación de intimidad cada vez que me aproximo a su obra.
Más recientemente volví a ver obra de ella en una galería. Era una muestra individual en la nueva sede de Ruth Benzacar, en Buenos Aires. Al llegar toqué el portero, me anuncié y me abrieron. No había nadie a la vista. Otra vez un espacio enorme. Un galpón todo blanco con tabiques que no llegan al techo y que separan la zona de exhibición del resto: oficinas, trastienda, ¿baños? De allí atrás, llegaban hasta la sala algunas voces. Estuve largo rato encontrando y observando a los minúsculos personajes de Porter hacer tareas descomunales, siempre con la certeza de que llegarían a completarlas. Hacia el final del recorrido me acerqué a un estante donde tres patitos, uno adentro del otro, y un perro, todos adornos de cerámica, se miraban a un espejo. Acomodé mi reflejo entre el de ellos y me saqué una foto con el celular. Me acerqué a la puerta, apreté un botón, me abrieron y salí a la calle. Otra vez, el encuentro con la obra de Porter fue una experiencia de profunda y desconcertante intimidad.
Acudir a los códigos de la infancia, para mí, es un modo fundamental de entrar al universo de Liliana Porter. Así, por ejemplo, el diálogo imaginario entre una figurilla de porcelana y un pato pintado en la base de una lámpara, posiblemente, se debilite más rápido cuanto más adulta sea nuestra mirada. En la misma línea, esa sensación de intimidad que me provoca el trabajo de Porter es similar a la convicción del niño que cree que el personaje del cuento o de la televisión le habla personalmente a él, que lo conoce.
Mientras escribo se hace la hora de la inauguración en el Caraffa, a seis o siete cuadras de mi casa. Supongo que el museo debe estar repleto. Me viene la imagen de una de las tejedoras de Porter, un muñequito de tres o cuatro centímetros, sentado al borde de un estante de madera. Teje mirando al frente. Al costado, siguiendo el curso de la lana, hay una prenda bastante resuelta que tiene escala humana pero que es 80, 90, 100 veces más grande que la tejedora.
Escribo, consciente de que estas líneas son delgadas como una hebra, pero también con la presunción de que en algún extremo se tocan con algo inconmensurable, la obra de Liliana Porter.
El mundo cuando nadie lo observa
Por Mariana Robles
Valentino se fue al jardín, Simón duerme la siesta; sobre la mesa algunos juguetes abandonados los extrañan.
Yo también añoro esa dimensión inventiva que los vincula todo el tiempo a mundos distintos. Mientras doy vueltas por la casa y ordeno sus cosas, advierto que los niños persisten; en el espacio, hilos frágiles e invisibles trazan un conducto.
Un cordón umbilical los une a un muñeco, un oso o una vaquita de San Antonio. Con cierto asombro descubro que me han reemplazado por esas pequeñas apariciones, sin un brazo o con exceso de flores. Es casi seguro que a ellos recurren, como oráculos, preguntando por cosas vedadas:
–¿Madre, cómo ha sido que nos hemos separado? ¿En qué momento ocurre el milagro? ¿Cuántas formas encierra una forma? ¿Qué nombre posee el mundo cuando nadie lo observa?
Liliana Porter también podría responder. Sus obras, maquinaciones del sueño o las fábulas, balbucean una filosofía ancestral. Indagan el repertorio de lo maternal o del origen, afirmando un lenguaje ineficiente que, oblicuamente, rastrea lo extraño y lo lúdico.
Sus personajes e imágenes recrean el mundo desde una escala modificada, la medida poética de quien observa el mundo desde lo prenatal, de quien siente aún la pulsación del útero materno, su calor y sensaciones.
Los teatros de Porter imitan el trabajo y la belleza; el caos y la política ordenan, en la dimensión de la infancia, un desastre inicial: la primera palabra que se correspondió con las cosas. La primera verdad, la claridad de la matemática y la física, el recinto de la lógica que nos engañó para siempre.
Para ver. La muestra de Liliana Porter se exhibe en el Museo Caraffa (Poeta Lugones 411). Con curaduría de Laura Buccellato y Claudia Santanera. De martes a domingos y feriados, de 10 a 20. Entrada general: $ 15. Jubilados, estudiantes y menores: gratis. Miércoles: entrada libre.
Dos artistas cordobeses, Mariana Robles y Gerardo Repetto, cuentan su relación con el mundo de la creadora argentina.