Estética de la omisión se denominó una muestra que Pablo Boneu presentó hace 15 años en el Centro Cultural España–Córdoba. ¿Una muestra? Sólo en parte. Se trataba en realidad de una acción que se enroscaba sobre sí misma y dejaba bastante desvalido al público que se había acercado a la inauguración con la idea de ver algo. Copa en mano, intentando cruzar las todavía tenues neblinas etílicas, muchos intentaban descifrar de qué iba la cosa. Lo único que se exponía allí era una serie de afiches en blanco, como los que se utilizan en publicidad callejera, que promocionaban una muestra en la que se exponían esos mismos afiches.
Boneu culminaba allí (la muestra tenía curaduría de Dolores Cáceres) un conjunto de acciones menos interesadas en convulsionar al ambiente artístico que en lograr un grado cero del simulacro, sustrayéndole al espectador toda representación. Renuncia y repliegue: no agregar una sola imagen a un mundo repleto de cosas para ver.
A escala mucho mayor, bajarle el caudal al torrente de imágenes y preguntarse hacia dónde van el arte y sus circuitos de exhibición fue uno de los objetivos de la Bienal de San Pablo de 2008, llamada la “Bienal del vacío”. El curador de esa edición, Ivo Mesquita, pegó un portazo que sacudió el aire estancado de las bienales y ferias que se esparcen por el mundo como una epidemia y que forman parte del turismo cultural high class. Decidió que los 12 mil metros cuadrados de la segunda planta del fabuloso pabellón del Parque Ibirapuera respiraran limpios, libres de objetos. Se podría pensar que la arquitectura misma del espacio diseñado por Óscar Niemeyer se dejaba ver así como una fabulosa obra de luz. Es posible. Pero Mesquita apostaba más que nada a que el vacío fuera una invitación a imaginar y cuestionar. En el contexto brasilero, era un golpe al gigantismo, a la competencia por ver quién tiene la bienal más larga.
Apagar el hechizo visual y defraudar la expectativa de imágenes es lo que persigue también Dolores Cáceres con la muestra #SinLimite567, que ocupa (es una manera de decir) las salas 5, 6 y 7 del Museo Caraffa. La puesta en abismo consiste en no mostrar nada, salvo el espacio. Apoyados en las paredes están los planos de las salas, con detalles de sus medidas y volúmenes. En total, son unos 450 metros cuadrados y unos 125 metros lineales de muros absolutamente blancos los que esperan alguna lectura, siempre y cuando el espectador de turno no huya desilusionado o maldiga en voz baja las fintas del arte contemporáneo.
Un texto funciona como marco, es la llave conceptual para abrir la bóveda. Allí se nos explica cómo deberíamos movernos en esta llanura sin señales. La propuesta se define como una “inacción que modifica el rol del artista, incide en el comportamiento del espectador y cuestiona la institución arte”. Evitar cualquier deleite sensible o que la viste se enferme con imágenes debería propiciar, se supone, un estado de crítica y análisis.
El juego requiere que el espectador se convierta en un intérprete filoso del espacio vacío, y quizás en el término “inacción” haya incluso un tiro por elevación a las zonas muertas del museo que cobija la obra. Serían cuestiones interesantes para ser pensadas en una línea de crítica institucional. Pero #SinLimite567 confía demasiado en el poder de sus definiciones, que deberían lograr que los cubos blancos irradien significados, disparen procesos especulativos más ricos que los que pueden derivar de la observación de obras o pongan de rodillas al público para preguntarse, otra vez, qué cosa es el arte.
Por lo menos desde fines de la década de 1950, diversas corrientes, artistas y pensadores han tratado de inducir en el público la idea de que visitar un museo debe implicar un desafío filosófico o meterse en un torneo para debatir teorías sobre la naturaleza del arte. Para ello se pueden usar una, tres, diez salas o un museo entero completamente vacío. O habilitar un cuartito y organizar una serie de conferencias sobre el tema. “El último que apague la luz”, se escuchó hace unos días en el aire nítido de la magnífica sala 5, cuya escala y luminosidad, hay que reconocerlo, invitan a la meditación. Aunque las conclusiones o las experiencias trascendentales que de allí puedan surgir no sean necesariamente las que la artista espera.
Pero lo peor que podría pasar no es que alguien le atribuya las paredes blancas a la desidia artística o sospeche de su eficacia, sino que la máquina conceptual no se active y que todo quede como la pose de una radicalidad sobreactuada en una escena que, lejos de absorber el golpe, se muestre indiferente. #SinLimite567 refiere a un dispositivo de comunicación “elegido para circular por las redes” cuya circulación por la redes ha sido, hasta ahora, casi igual a cero.
Una tradición en la que Dolores Cáceres se inserta con gusto tiene como primer motor a Yves Klein, quien en 1958 inauguró en París una muestra vacía. Durante ese evento se invitaba con un cóctel azul (el famoso International Klein Blue patentado por el artista), destinado a que los visitantes orinaran fluidos de ese color durante varios días. Un detalle un poco escatológico pero lleno de un ingenio burlón que aquí se extraña, y que se cambia por una solemnidad teórica que reclama que nos pongamos a pensar por qué no hay nada para ver.
La artista cordobesa Dolores Cáceres presenta en el Museo Caraffa la propuesta conceptual "#SinLimite567", que busca interpelar al espectador a través de tres salas vacías.