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El jardín de las delicias torcidas

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Algo que le pasó de niña a Alejandra Espinosa impregna una imaginación y una fantasía afiebradas, una inventiva repleta de criaturas leídas o soñadas, amenazantes y al mismo tiempo poseídas de ternura, que conforman un bestiario ecléctico, que cautiva y repele. Su propio jardín de las delicias torcidas.

“Un cielo personal”, la muestra de dibujos, esculturas y ensamblajes que la artista presenta en el Museo Caraffa, incluye un texto que es una especie de poema-alegato-celebración de los seres erróneos. Los tachados. Los chanfleados. Los que se quedarían fuera del arca por no tener pareja o por no corresponder a ninguna especie salvo la de los deformes. 

Son los fuera de foco, patizambos, ojilargos, maltrazados, los que ahondan en el defecto, enumera la artista en el rosario de bichos antropomórficos y monstruitos de genética defectuosa que elige crear. 

El texto se puede leer como un rezo pagano pidiendo por las vidas de las criaturas rotas. La sensación que queda es que si Espinosa pudiera armar su propio edén, lo poblaría con existencias como las que se ven en la muestra. 

Madera, cemento, textiles, cerámica. Los materiales se ensamblan en figuras pequeñas, asombradas, frágiles, bizcas, con manos y pies hechos de ramitas, o se juntan en bestias cuadrúpedas que parecen perros del infierno. O se combinan en mezclas imposibles de animal y mueble.

Algo que podría ser una suerte de animal totémico, o una pieza escultórica destinada a algún tipo de ritual de adoración de una entidad sincrética, revela en la parte inferior el verdadero objeto de culto: la cara de Batman, un personaje que ocupa un lugar destacado en la visión de mundo de la artista.  

Sustituir el Cielo del dios enojado y castigador de la religión inculcada por el Cielo que cobija a los “deformitos” es algo cuyo origen podría buscarse en la infancia. Cuenta: “A los 5 leía de corrido y me atraían particularmente dos libros que estaban en casa y se me hacían prohibidos: Las mil y una noches, por ser una versión erótica, y la Biblia, porque era una versión de hojas delicadas y láminas hermosas con reproducciones de pinturas clásicas entre las cuales figuraba El jardín de las delicias. Y así pasaba mis días, entre la culpa de la lectura erótica y el fulgor vengativo del Viejo Testamento. Se me hacía tan inalcanzable ese cielo que exigía sacrificios ingentes, y en ese contexto me iba empequeñeciendo y el cielo se me hacía cada vez más lejano y mudo”.

Sueños

–“Un cielo personal” es una celebración de lo diferente y de los seres fallados. ¿Tiene que ver con algún tipo de vivencia tuya? 

–El primer sueño que recuerdo es uno de cuando tenía unos 4 años, y puedo decir la edad porque coincide con el lugar donde vivía. Era un conventillo en Liniers con patio al medio como en las novelas de Migré. En el sueño miraba el cuadradito de cielo que me dejaba ver el patio. Y recortado en ese cielo celeste bandera se me apareció el mimísimo Cristo de las estampitas flotando, y a su alrededor flotaban otros chicos como yo, y me llamaba como Peter Pan a Wendy para que me fuera volando de ese lugar. No recuerdo haber ido pero fue tan maravilloso como para no olvidarlo. Despierta, miraba ese cielo, y en vez del Cristo se me aparecía el hijo del chino que vivía arriba mostrándome su diminuto sexo. También vivía arriba un borracho que le gritaba a su mujer todas las noches. Y yo pensaba, ¿cómo Cristo buscaría a alguien tan miserable? Un día, una monja en el colegio nos hizo bordar un almohadón con la cara de Cristo. ¡Para dormir en su compañía! Y me pareció tan indigno mi bordado que me dio por escribir en una hoja: “La barba de los profetas está manchada de sangre y larvas de gusanos”. Cosas por el estilo hicieron que un día me echaran del colegio. Y la monja me dijo algo realmente liberador: “No importa cuánto reces o pidas perdón, el infierno ya lo has ganado”. Esa frase, cual un condenado, me liberó del catolicismo, pero no de mi incesante curiosidad esotérica, y me zambullí como un adicto sin culpa en cuanto sincretismo se me cruzó en el camino. De esa ensalada sincrética aderezada con libros de astronomía y física cuántica pude llegar a una conclusión: sólo creo en Batman. Humano devenido en superhombre sólo por la ayuda de una coraza aparatosa sin la cual es nada más que un hombre resiliente.

–El texto en sí mismo también funciona como obra. ¿Pensás la escritura en ese rango? ¿Es habitual que la utilices?

–Un día, me di cuenta de que periódicamente tenía sueños memorables como el del Cristo. Y para no perderlos, decidí escribirlos. De ahí que tengo cajas de hojas sueltas, servilletas de bares y hojas de carpeta escolar profusas de sueños simbólicos que a la vez fui acompañando con algún dibujito apurado para recordar lo inenarrable o lo arduo de describir. De modo tal que en el tiempo, cuando los reveo en alguna mudanza (y tuve muchas), con sólo ver el dibujito recuerdo el sueño entero por más lejano en el tiempo que haya sido. También llevo un guión detrás de las obras plásticas que, dicho sea de paso, es la parte que más me gusta de un proyecto. Luego no sé si le vale a la obra o si logra sentirse ese clima, pero a mí me es indispensable a la hora de trabajar. También escribo lo que me moviliza de lo que leo. Releo muchos libros porque cada vez es un libro nuevo. Porque es nuevo el lector. Porque la búsqueda es otra. Y porque debe ser que leo con intención. A pesar de todo lo escrito y leído, nunca me sentí a la altura como para darle entidad de obra. ¿Será por lo de la culpa de las primeras lecturas?

–¿Podés determinar de dónde surge ese mundo de seres fantásticos? ¿Qué te “inspira”?

–No creo en absoluto en la originalidad. Pienso en el cerebro humano como un archivo inconmensurable de todo tipo de imágenes que pasan de frente y de soslayo, imágenes soñadas y vividas, recordadas y olvidadas, propias, ajenas y heredadas. En esa coctelera trabajamos como el doctor Frankenstein tomando cositas de acá y de allá, algunos más diestros que otros en coser retazos, y de ahí el ingenio. Creo en la originalidad con la misma incredulidad que en dios. Dios es entonces un bodoque inhabitado de retazos de conveniencias.

–En tu trabajo hay una manualidad, una predilección por la elaboración artesanal, un goce con los materiales que no es predominante en el arte contemporáneo. ¿Es una forma de sentar posición, en algún sentido? ¿O, sencillamente, te sentís a gusto en ese lugar?

–No siento al arte como una virtud especial, mucho menos como una toma de posición formal o política o social ni nada por el estilo. Lo siento más bien como un imponderable, como un mandato incuestionado. Las más de las veces ni siquiera logro sentirme parte del mundo social del arte, no me siento una artista contemporánea, me siento mansamente obligada a una manualidad que no cuestiono. Una vez,  un vidente cubano me dijo que no podía decirme nada de mí hacia adelante. Me dijo: “Eres un hilo de plata bajo el agua, y en todas tus vidas fuiste artista”. Le pregunté: ¿entonces me voy a morir ahora? “No, sólo te mueres cuando no haces lo que tienes que hacer”. Será que hago nomás por el miedo a esa muerte, y por el miedo a que de ahí no haya más nada. Y que entonces todo haya sido de puro vicio.

Para ver. “Un cielo personal”, de Alejandra Espinosa, se exhibe en el Museo Caraffa (Poeta Lugones 451) hasta 1° de diciembre. De martes a domingos y feriados de 10 a 20. La entrada general tiene un costo de $ 50; menores, estudiantes y jubilados, gratis. Los miércoles, la entrada es gratuita.

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"Un cielo personal", de Alejandra Espinosa. / Foto: gentileza Museo Caraffa.
Foto: gentileza Museo Caraffa.
Foto: gentileza Museo Caraffa.
Foto: gentileza Museo Caraffa.
Foto: gentileza Museo Caraffa.

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