El grupo Urbomaquia, un colectivo artístico que en 2001 comenzó a funcionar como despertador de conciencias con sus acciones en el espacio público, protagonizó en 2005 uno de los tantos episodios que ponen en evidencia el choque entre algunas prácticas del arte y los encargados de ejercer la autoridad en ámbitos institucionales o de gobierno. Tres mujeres que integraban el grupo fueron detenidas en el centro de Córdoba y demoradas en una comisaría luego de que un vecino las acusara de dañar el mobiliario urbano. La intervención de Urbomaquia se servía del stencil y consistía en aplicar una leyenda (“Hay mundo por poco tiempo”) en los caños laterales de los tachos de basura de la peatonal. El mismísimo Luis Juez, por entonces intendente de la ciudad, se involucró y terminó distinguiendo –vía decreto– la actitud participativa del honesto ciudadano que había intervenido para detener el acto definido como vandalismo.
Otro capítulo grotesco se vivió a principios de esta semana. El ministro del Interior y Transporte, Florencio Randazzo, organizó una conferencia de prensa para anunciar que se iba a perseguir penalmente a los padres de menores que pintaron graffitis en un vagón recién comprado de la línea Sarmiento. Más tarde, en una entrevista radial, el funcionario derrapó: confesó que le daban ganas de matar a los grafiteros, imagen que inmediatamente atenuó al describir cómo le dejaría el traste a su hijo en caso de que al chico se le ocurriera andar grafiteando vagones por Puerto Madero. Una pinturita.
Aunque más tarde aclaró que no quiso decir lo que dijo, y explicó que él no es capaz de matar a nadie, el exabrupto de Randazzo sonó como un ataque de histeria que imita sin querer los modos retóricos de la mano dura, una concepción del delito y las maneras de castigarlo que, al menos en los papeles, el kirchnerismo repudia.
Las polémicas declaraciones generaron revuelo y cayeron mal a propios y extraños. En medios y redes sociales, más de un defensor del proyecto se vio obligado a ejercitarse en piruetas argumentativas para mantener unidos el discurso de la ley y el respeto por lo público que enarboló el ministro, y la épica de la juventud rebelde llamada a heredar y sostener el modelo que propalan dirigentes y acólitos. Hasta el unánime panel de 678 salió por un momento de su trance oficialista y se quebró en la discusión sobre los dichos de Randazzo y su sobreactuada decisión de ir “hasta las últimas consecuencias” en este tema.
Hay que entender los deberes de Randazzo y reconocer que el grafiti, aunque consista apenas en una raya o en dos gotas de color, porta un mensaje atrevido por el solo hecho de haber sido ejecutado. Tiene algo de burla, de mojada de oreja, de provocación.
No debería olvidarse, sin embargo, que esta práctica y otras expresiones de arte urbano (que a menudo desafían las normas que ahora se invocan) integran el arsenal con el que el activismo artístico se vincula desde hace décadas con la militancia por los derechos humanos y diversas manifestaciones de reclamo. Y aunque nadie ignora el cambio de humor del Gobierno en lo referente a la protesta social, la reacción del funcionario resulta desproporcionada desde todo punto de vista. Salvo que se excuse al incómodo heredero de los desastres de Juan Pablo Schiavi y Ricardo Jaime por la presión que vive: de su buena imagen como conductor de la recuperación en materia ferroviaria depende que sus ambiciones presidenciales no queden en vía muerta.
Un arte molesto
Pintar o escribir donde está prohibido es una de las travesuras más antiguas, una práctica de la cultura popular extendida por todo el planeta, pero además es un gesto que encuentra una afianzada tradición en el mundo del arte.
La famosa reproducción de La Gioconda de Leonardo Da Vinci a la que Marcel Duchamp le dibujó bigotes y le añadió una sigla que refiere a las inscripciones obscenas en los baños públicos es una pieza visual que procede según las reglas del graffiti, al igual que las vasijas milenarias pintarrajeadas con colores chillones o “arruinadas” con el logotipo de Coca-Cola del artista chino Ai Weiwei.
Entre los grafiteros más conocidos está sin duda el inglés Banksy, una leyenda del street art, cuya indentidad no se conoce y cuyas provocaciones visuales son portadoras de un irónico discurso antisistema. Sus obras han llegado incluso al museo, y lograron así un grado de institucionalización y “aburguesamiento” que no es bien visto por todos.
Lo cierto es que en los genes del grafditi hay un mandato que dice que sin peligro no hay arte. Sin transgresión, tampoco. Pese a haber vivido diversas instancias de domesticación, en sus variantes más anarquistas esta disciplina (entre quienes la practican, algunos la definen como deporte) todavía reclama la lógica del atentado y se potencia en el riesgo.
Se puede estar a favor, en contra o en el medio. Pero el grafiti ha sido y seguirá siendo, inevitablemente, uno de los eslabones perdidos entre el arte y el delito. El otro, sin duda, es la política.
Las pintadas en un vagón nuevo y las polémicas declaraciones del ministro reavivaron la polémica. ¿Arte o vandalismo?