Tenía ya 80 años cuando arremetió por última vez con una gran obra en hierro batido. Sus brazos y su voluntad no se rendían jamás: su convicción de artista era sencillamente demoledora, fecunda. La creación era su sino en todo instante.
Dos accidentes cerebro vasculares lo acorralado. Aún así, con la escasa movilidad que le quedaba en sus dedos pudo modelar una última escultura, una figura femenina en actitud de descanso, y que llevó el sello de toda su obra. Miguel Ángel Budini tenía la pasión y la certeza de los clásicos; hasta podría decirse que su alma estaba empapada de Renacimiento.
Fue uno de los artistas plásticos más notables que dio el siglo 20 de Córdoba. Su expresión fue el dibujo y la pintura hasta que cuando arribó casi a la mitad de su vida, a los 40 años, puso todo su caudal en la escultura.
Así, en 1975 se convirtió en el primer escultor cordobés en ganar el Gran Premio de Honor de un Salón Nacional de Artes Plásticas (se realizó en la Capital Federal) con una obra en hierro batido, material al que le entregó sus más sudorosos empeños. A pesar del reconocimiento nacional, eligió quedarse aquí, siempre.
Murió hace un cuarto de siglo, en la mañana del 25 de mayo de 1993, cuando ya había vivido 82 años. Egresó de la Escuela Provincial de Bellas Artes en 1931, justo cuando maduraba una inmensa y talentosa generación de artistas plásticos cordobeses."El hombre tiene que elaborar su personalidad teniendo un punto de apoyo que muchas veces no es otro hombre sino toda una época, una modalidad, un estilo", señalaba.
Mientras tanto, la docencia fue ganando cada vez más horas de sus días: sería vicedirector de la Escuela de Bellas Artes y director de la Escuela Provincial de Cerámica, en la que dejó una profunda marca.
La figura humana, con su infinita potencialidad, era el eje de sus desvelos creativos. "Es el centro, la universalidad, el contacto que tenemos con la vida. Cualquier cosa que se haga tiene que vincularse con ese elemento viviente, expresivo", decía.
Su espíritu clásico del arte, era un sentimiento personal. "La obra nace evidentemente por un estado emocional. Uno no saca cuentas ni recurre a las proporciones, tiene una imagen y ese es el imperativo que lleva a la realización. Puede darse un proceso lento y progresivo, pero la materia está dentro del artista. Mi arte está dirigido nada más que a mi necesidad. Aquel que vive por el arte no es igual al que vive para el arte. El arte empieza donde termina la naturaleza", explicaba.
A pesar de lo arduo de sus trabajos en hierro batido, no tenía ayudante. Es que había tenido uno hacía mucho tiempo y era su hijo Eduardo. Pero una noche oscura, en los comienzos de aquella oscura y larga noche de la dictadura, atronaron golpes en la puerta de la casa de calle Rivadeo y se lo llevaron.
Por eso, en la dictadura trabajó en el camino a La Calera, durante la dictadura, con la esperanza de que alguien le dijera, al menos, si su hijo estaba vivo o muerto. Dejó dos estatuas, las de José María Paz y Vélez Sársfield, pero ni él ni su esposa Chochó sabrían el destino del menor de sus tres hijos.
Su rastro también está presente en los bajorelieves del interior de la Plaza España. Y especialmente en la maravillosa escultura de la Plazoleta Malanca, de Deán Funes y La Cañada: dos niñas descalzas, vestidas con la sencillez de la pobreza y que desde sus ojos huecos miran el abismo del desamparo. La conmovedora obra sigue entre el abandono y el desamparo.
Fue el hombre que luchó para rescatar la pequeña porción del viejo Calicanto cuando llegó la sistematización de La Cañada de hace 70 años.
El hálito de su espíritu casi renacentista sigue montado en alguna de las brisas silenciosas que atraviesan el corazón de la ciudad.
Hace 25 años moría uno de los más notables artistas plásticos que dio la Córdoba del Siglo 20. Ganó el Salón Nacional de 1975. Algunas de sus obras están en el espcio público de la ciudad.