Tal vez haya que echarle la culpa a Duchamp. Encontrarse con noticias que relacionan el arte contemporáneo con algún pequeño escándalo se ha vuelto un ejercicio prácticamente cotidiano. En nuestro scroll diario por las redes sociales es habitual leer títulos como “¿Arte o fraude?”, “Se olvidó de adjuntar un archivo y ganó un concurso de arte”, “Las misteriosas gafas que eran exhibidas como obra de arte y no lo eran” y otras variables que remarcan la flexibilidad que puede adquirir la disciplina en estos tiempos.
El arte contemporáneo es materia de discusión permanente entre sus hacedores, las universidades, la crítica, sus entusiastas y sus haters, una figura que César Aira denomina “Enemigo Militante del Arte Contemporáneo”: básicamente, aquel que señala con dedo descalificador toda obra que ponga en jaque sus creencias. Es un personaje fácil de encontrar porque aparece como los mosquitos cuando empieza a hacer calor. Su trabajo pasa por cuestionar la esencia de aquello que contempla y para eso cuenta con algunos latiguillos clásicos, como el despectivo “¿Eso es arte?”, con especial acento en el eso, o “A esa pintura la podría haber hecho mi hijo”.
Las balas apuntan a la obra, pero también a los potenciales consumidores. Y ahí el escenario se vuelve todavía más interesante, porque ya no busca ratificar un pensamiento, sino desestabilizar los ajenos. En una entrevista para este diario, el artista Juan Longhini resumía el asunto con una imagen inolvidable: “En el Malba vi un grupo de gente parada mirando un balde con una escoba, hasta que pasó un guaso que limpiaba y se lo llevó”.
Frente a obras de arte que no parecen obras de arte (perdonen el reduccionismo), resulta tentador caer en la burla, el chiste o la indignación, porque una lectura más profunda supone preguntas más incómodas y no siempre estamos dispuestos a encontrarles respuesta. Llegado este punto se puede argumentar que una obra de arte de estas características necesita tener adosada una explicación y un contexto que la justifiquen como tal, mientras que muchas otras –el arte verdadero, dirá alguno– puede prescindir de estas cosas.
Aunque parece un camino sin salida (y en cierto punto lo es), Aira plantea dos caminos frente a la fórmula “cualquier cosa es arte”: la libertad o la irresponsabilidad. Sus libros son un ejemplo claro de lo primero. Pero la literatura experimental no cuenta con tantos detractores como las artes visuales, por eso se dice que el Enemigo Militante es clave en este esquema. En resumen, para que algo sea arte contemporáneo necesita tres cosas: un museo o una galería, alguien que diga que eso es arte y alguien que diga que eso no lo es.
El arte contemporáneo no sólo necesita de seguidores y entusiastas, también son importantes sus detractores.