Ya lo sabía todo el país: los cordobeses no se aburren nunca. Como si no fuera suficiente con las vedettes de Villa Carlos Paz, los duendes del Uritorco y la flora política autóctona, endémica e inextinguible, ahora también sumaron los monumentos y el patrimonio público como motivo de chacota. Y la verdad que no está mal, bastante ignorados estaban.
Córdoba, hay que decirlo, es una ciudad que a veces es más atractiva para verla en Google Maps que para recorrerla en vivo. Y ojo: hay que recorrerla mientras hay luz natural, porque después, ya sabemos, tiene que lanzarse, mínimo, un nuevo Plan Marshall –que cuente con la bendición papal del Suoem, claro– para soñar con un paisaje nocturno bien iluminado y que no evoque las escenografías góticas de las películas de Tim Burton.
En fin, que Córdoba es una ciudad a la que le gusta posar en las postales, le gusta que los albañiles del intelecto y la academia le arrojen piropos como histórica, doctoral, colonial –¡qué tejas que tenés, mamá!–, pero en los hechos tiene bastante descuidados sus atributos. Es capaz de tener cerrados durante años, sin que nadie sea quemado a lo bonzo por ello, museos como el de Arte Religioso Luis de Tejeda, y de presumir con una Manzana Jesuítica Patrimonio de la Humanidad, que por servicios al visitante y organización apenas puede ser patrimonio barrial, vecinal, orgullo de seccional a lo sumo.
Y entonces fue que un día la ciudad se enteró que hacía 19 años tenía una estatua de Ana Frank, pobre niña, arrojada al fragor de los bólidos de la Tamse frente al Museo Caraffa, a metros del Oso polar que otra generación de cordobeses, tan divertida como la actual, construyó como mascota y metáfora de los desaciertos políticos del siglo. ¿Y cómo fue que llegó la noticia? Con forma de una cabeza jibarizada, deforme, aviruelada, que un escultor que resultó no serlo, colocó sobre el torso vandalizado de una escultura que él decía haber hecho, pero luego se supo no era verdad. ¿Se entiende? En definitiva: que también el universo es travieso y es capaz de hacer arte con los desaciertos y tragedias de los pobres humanos.
Ahora nuestra Ana Frank–que como muchos de nosotros no podrá escapar de esta ciudad así como la original no pudo hacerlo del campo de concentración alemán de Bergen-Belsen–, está aguardando su tercera cabeza, que será inaugurada dentro de unos meses. Si alguien no hace una película con esto, aceptémoslo, no merecemos seguir respirando.
Y luego ocurrió lo que ocurrió con las lápidas del Paseo de la Fama del Cuarteto. Con lo divertidos que son los bailes de cuartetos, con lo explosivamente coloridos que son sus artistas, ¿a quién se le ocurrió una avenida de cementerio parque con nombres grabados en placas de granito negro? ¿Eh? ¿A quién? ¿Y quién fue el almita de Dios que escribió tan mal el nombre de Leonor Marzano –nos ponemos de pie–, señora madre mediterránea, pachamama del subgénero tropical a ritmo de cuatro por cuatro. ¿Y quién lo frizó a Gary, bautizándolo "Enfrían Fuentes", nada menos?
Y nos sigamos preguntando, ya que es gratis. ¿Cómo es posible que una cuadrilla de blanqueadores haya hecho desaparecer el mural completo que Antonio "Tutuca" Monteiro había pintado frente a la Terminal de Ómnibus? ¡Es como hacer desaparecer el Champaquí! ¡Es un mural de una hectárea más o menos! Y no hay pintor o escultor que no tenga una anécdota para contar, una queja para clavar cuando se pone a hablar de cómo anda la cultura local, nuestra Ana Frank de pequeña cabeza, atareada en organizar festivales del choripán y del criollito ahumado en el Parque Sarmiento, que también es cultura, of course, pero quizá la punta, no toda. Y no se trata de personalizar quejas en este y aquel funcionario: la ciudad está así, llena de pequeñas cabezas desde hace más de una década.
Gracias Ana Frank por expresarlo tan bien.
La fallida restauración de la estatua de Ana Frank y los errores en nombres de artistas en el Paseo de la Fama del Cuarteto se suman a otros papelones cordobeses.