El 4 de septiembre de 2014 salió públicada la última entrevista que este diario tuvo mano a mano con Quino. El periodista Daniel Santos viajó a la casa del dibujante para dialogar en su estudio, para hablar de todo, y sin filtros.
Por entonces el dibujante tenía 82 años y hacia seis que estaba jubilado. Por eso aseguraba que lo que más extrañaba era dibujar. No podía hacerlo por sus problemas de vista y pulso. “Todo el mundo me pregunta si agarré mi lápiz, pero ¡es que no veo lo que estoy dibujando! Es como si un cantante de ópera tuviera jodidas las cuerdas vocales y se pusiera cantar”.
Estaba particularmente dolido por sus problemas de vista. “¿Sabés que vas perdiendo interés en todo? Como no tenés estímulos visuales, mirás algo y no sabés qué es. Más hoy, que entre una afeitadora y un teléfono no hay diferencias. Cosa que uno agarra, tiene que mirar qué diablos es, cuál es la parte de atrás y la de adelante. Es muy feo”.
Quino también admitió que la popularidad y la cantidad de material generado en torno a Mafalda ya se les había “escapado de las manos”. “Ya lo dijo Pirandello: cuando un autor crea un personaje, la gente lo toma y luego le agrega sus propias cosas. Como cuando se hizo la película Mafalda en 1972. La gente la rechazó. Era en dibujos animados, con una animación muy buena, pero decían: “Le han puesto una voz que no es la de Mafalda”, como si Mafalda alguna vez hubiera tenido voz”.
Igualmente, todavía se sorprendía de la vigencia del personaje, que él había dejado de dibujar hacía décadas.
“Siempre pensé que el día en que los chicos vieran que en Mafalda no hay computadoras ni telefonitos ni nada, iban a dejar de interesarse por el personaje, pero no. Es un fenómeno muy raro”.
Quino contaba que en esa etapa de su vida disfrutaba del vino. “Si uno tiene una botella de vino ya no está solo, es un compañero”. “De noche me quedo de sobremesa un buen rato, tomando vinito. A mi mujer –Alicia– le gusta más la grapa. A mí también, pero menos que a ella. Lo que me cae como una patada en el estómago –y eso que fui a Holanda y la probé allá– es la ginebra”, confesaba sobre la intimidad de su vida.
–¿Es nostálgico?
–Sí, mucho. Es más, al tomate lo como por nostalgia, porque por el placer de comer un tomate como son hoy, no.
La muerte
En el diálogo, Quino no esquivó su relación con la muerte, y más aún, su recurrente pensamiento en el suicidio. “Lo que me asusta de la muerte no es que después esté el infierno ni nada de eso: pero sí me preocupa si me voy a morir en un hospital lleno de tubos, solo, abandonado, o qué. Eso es lo que a uno le preocupa, cómo se va a morir. La gente que se muere de infarto súbito me parece fantástico”, había dicho.
De hecho, recordó cómo lo marcaron las formas en que habían muerto sus progenitores. “Mi madre se murió de cáncer en el año cuarentipico, cuando no había nada de nada. Era la morfina el único paliativo, y eran unas cosas horribles. Mi padre, en cambio, sí se murió de un infarto. Ahora que me apareció una arritmia cardíaca digo “bueno, a lo mejor me muero como mi papá, qué suerte”.